Capítulo de novela
“Rhoda plantó ante mí el diario doblado, con la fotografía, apoyándolo en mi pocillo de café de después del almuerzo”.
Había esperado durante toda la comida para expresar su enojo
enarbolando el diario frente a mis ojos.
La fotografía mostraba con claridad mi cara junto a la de
una muchacha hermosa de pelo largo y lacio que sonreía alegremente mirándome a
los ojos. El titular del diario rezaba: “El capitán del barco “Alquimia” no
pierde el tiempo” -y continuaba- “en cuanto pisa tierra ya se lo ve muy bien
acompañado por una joven mujer, con la que comparte una copa en la confitería
de moda de la ciudad”.
¿Cómo explicarle a Rhoda que no conocía a la moza, quién se había sentado para la escena a instancias del fotógrafo de un periódico algo amarillista?
Acababa de llegar de un largo viaje. Estuvimos dos días
conversando sobre nuestras vidas. Ese par de días pasó en un abrir y cerrar de
ojos. No tuve tiempo de acordarme de la anécdota de la confitería.
Habíamos reído y llorado juntos Yo había pasado mucho tiempo
en el mar y habíamos tocado tierras inhóspitas y extravagantes.
Confieso que extrañaba a Rhoda, pero mi alma de marino era
más fuerte que el amor y apego hacia ella, nuestra vieja casa con su jardín
florido era como un sello al que volvía de tanto en tanto para demostrar que mi
corazón seguía latiendo al evocar su presencia. Rhoda era todo mi hogar. No
teníamos hijos.
Muchas veces habíamos planeado viajar juntos: “Vamos a ir
acá y allá” y señalábamos en un mapa inmenso que yo tenía en mi escritorio el
futuro destino al que iríamos. Pero por un motivo u otro, todos los planes
quedaban en la nada y entonces, yo partía en busca en busca del sol, la brisa,
el rocío resbalando por mi cara, esperando que el destino me llevara a algún
sitio inesperado con un tiempo sin tormentas. Amaba el mar.
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