El
barrilete
Mi
hermano tendría unos siete años, y por consiguiente yo tendría cinco. Vivíamos
en el campo, en una hermosa finca donde nuestro padre era contratista. Siempre
existieron modas en los juegos, nadie sabe quién las crea ni cómo se expanden.
Y esto sucedió en una de esas etapas: la moda eran los barriletes.
Nosotros
no teníamos barrilete, pero no perdíamos la esperanza de que nuestros padres
nos hicieran uno, pero para ello se necesitaba papel de seda y piolín
resistente, que no tendríamos hasta que alguien viajara a la ciudad y los
comprara. Los otros elementos necesarios los teníamos en casa, caña verde,
suficientemente flexible y engrudo que hacíamos con harina y agua, un excelente
adhesivo.
Pero como de ilusión también se vive, dice el
refrán, nosotros jugábamos con una zapa.
No
sé si ese era su nombre, pero en casa le decíamos la zapa. Se trataba de un
rectángulo de papel al que se le adhería, en ambas esquinas de una de las
partes más estrechas, una piolita algo más larga que el tamaño del papel, y ese
hilo se sujetaba por la mitad con otro de unos dos metros de longitud.
Tomábamos el otro extremo el cordel y corríamos, con lo que la zapa flameaba
con movimientos irregulares, mientras nuestra imaginación veía en ello un
hermoso planeador.
Mi
imaginación llegaba más lejos. Soñaba despierta que un barrilete de hermosos
colores aterrizaba en nuestro patio. Y para mi gran sorpresa eso sucedió
realmente. Una tarde, un barrilete errante aterrizó en nuestro parral.
Tenía
hermosos colores, había perdido su cola y una de las cañas del armazón se había
despegado. Nuestra alegría era inmensa. Mamá nos ayudó a hacer unos parches
para recomponerlo y nos dio unos trozos de tela para reponer su cola.
Esperaríamos hasta el día siguiente a que el engrudo secara y que consiguiéramos
piolín lo suficientemente firme para el peso de “nuestro” barrilete.
A
última hora de la tarde apareció el señor Martín, un finquero que vivía a unos
dos kilómetros de nuestra casa, con su hijo de trece años a reclamar el
barrilete. El señor Martín rogó a su hijo que nos lo dejara, pero el chico se
negó rotundamente, y como no hubo reconciliación posible, se marcharon con el
barrilete reparado, su cola nueva y nuestra profunda decepción.
No
quisimos que nos hicieran uno. Nuestro amor por los planeadores terminó con la
frustración que sentimos, que consumió toda nuestra energía.
AMI
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