lunes, 31 de agosto de 2020

 

El barrilete

Mi hermano tendría unos siete años, y por consiguiente yo tendría cinco. Vivíamos en el campo, en una hermosa finca donde nuestro padre era contratista. Siempre existieron modas en los juegos, nadie sabe quién las crea ni cómo se expanden. Y esto sucedió en una de esas etapas: la moda eran los barriletes.

Nosotros no teníamos barrilete, pero no perdíamos la esperanza de que nuestros padres nos hicieran uno, pero para ello se necesitaba papel de seda y piolín resistente, que no tendríamos hasta que alguien viajara a la ciudad y los comprara. Los otros elementos necesarios los teníamos en casa, caña verde, suficientemente flexible y engrudo que hacíamos con harina y agua, un excelente adhesivo.

 Pero como de ilusión también se vive, dice el refrán, nosotros jugábamos con una zapa.

No sé si ese era su nombre, pero en casa le decíamos la zapa. Se trataba de un rectángulo de papel al que se le adhería, en ambas esquinas de una de las partes más estrechas, una piolita algo más larga que el tamaño del papel, y ese hilo se sujetaba por la mitad con otro de unos dos metros de longitud. Tomábamos el otro extremo el cordel y corríamos, con lo que la zapa flameaba con movimientos irregulares, mientras nuestra imaginación veía en ello un hermoso planeador.

Mi imaginación llegaba más lejos. Soñaba despierta que un barrilete de hermosos colores aterrizaba en nuestro patio. Y para mi gran sorpresa eso sucedió realmente. Una tarde, un barrilete errante aterrizó en nuestro parral.

Tenía hermosos colores, había perdido su cola y una de las cañas del armazón se había despegado. Nuestra alegría era inmensa. Mamá nos ayudó a hacer unos parches para recomponerlo y nos dio unos trozos de tela para reponer su cola. Esperaríamos hasta el día siguiente a que el engrudo secara y que consiguiéramos piolín lo suficientemente firme para el peso de “nuestro” barrilete.

A última hora de la tarde apareció el señor Martín, un finquero que vivía a unos dos kilómetros de nuestra casa, con su hijo de trece años a reclamar el barrilete. El señor Martín rogó a su hijo que nos lo dejara, pero el chico se negó rotundamente, y como no hubo reconciliación posible, se marcharon con el barrilete reparado, su cola nueva y nuestra profunda decepción.

No quisimos que nos hicieran uno. Nuestro amor por los planeadores terminó con la frustración que sentimos, que consumió toda nuestra energía.

                                                                                                          AMI

 

 

 

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