cuento
EL ESTRADO
La vista se me nublaba de cansancio y mis párpados se
detenían más y más cada vez que pestañeaba. Llevaba algunas horas conduciendo,
con la cabeza llena de pensamientos deprimentes y el corazón estrujado cuando,
en medio de la nada surgió un letrero luminoso, subrayado con una flecha, que
anunciaba “Motel”. Giré el volante en la dirección indicada y tomé una
habitación en ese lugar sin lujos ni pretensiones, y sin preámbulos me acosté e
inmediatamente me dormí. Cuando desperté era noche cerrada y una espesa niebla
cubría el lugar y empañaba los vidrios de la ventana.
Tomé el teléfono para pedir algo que calmara mi hambre, pero
una voz adormilada me informó que no tenían nada a esa hora, pero ante mi
insistencia me aconsejó que fuese a la confitería “El Estrado” que estaba junto
a la estación de servicio. Me costó ubicarlas a causa de la niebla. Entré y
pedí algo de comer, pero lo único que tenían para ofrecerme era un fernet con
hielo, que estaba acompañado por maníes salados y galletitas de agua, lo único
con algo para masticar, así que acepté.
Había organizado mi viaje repentinamente al recibir la
noticia de la muerte de mi amigo de la infancia, Hernán. Distraídamente giraba
el vaso oyendo el chocar de los cristales de hielo contra los del vaso mientras
pensaba en lo sucedido: mi discusión con Pamela que versaba sobre el “Lechuga”,
como todos le decíamos al finado, “porque no tiene gusto a nada ni le hace mal
a nadie”. Según ella era cuestionable lo de que no hacía mal mientras yo le
aseguraba que su opinión era un total disparate, pues era tan bueno y noble
como podía serlo un ser humano. Ella aseguraba que yo pensaba así porque a los
muertos uno trata de recordarlos por sus buenas acciones, pero yo sabía que
ella estaba muy molesta por mi viaje; yo quería estar al menos en su entierro,
porque ¿Qué diría la gente que nos conocía si no iba?
Tan ensimismado estaba en mis pensamientos que no había
advertido una puerta lateral con un letrero luminoso que decía “Foro”, por la
que vi ingresar a un niño con un largo camisón blanco, lo que despertó
enormemente mi curiosidad, tanto como para ir a ver qué había allí detrás de
esa puerta, la que abrí sin problemas pero apenas traspasé su marco se cerró
con un desproporcionado sonido para su dimensión; quedé unos minutos
desorientado tratando de ver en la penumbra circundante.
Poco a poco mis ojos se fueron adaptando y pude ver entre la
bruma que me encontraba en ¡un cementerio! Intentaba huir volviendo sobre mis
pasos cuando un brazo amistoso me tomó de los hombros, y al mirar a mi
acompañante vi que se trataba del mismísimo Lechuga, quien respondió ante mi
espanto diciéndome ¡Viniste, menos mal!
Sos testigo de mi defensa.
Atravesamos el cementerio ¿Qué opción tenía? Y llegamos a
una especie de juzgado, con un jurado de siete jueces de toga y peluca blancas,
y uno de ellos me indicó que me sentara en el banco de los testigos mientras
que al Lechuga lo ubicaron en el de los acusados.
Comencemos cuando
usted era chico -dijo el más anciano de los jueces dirigiéndose a mi amigo,
y yo pensé que cuando era chico no mataba ni una mosca.
Sí, no mataba una
mosca, pero no lo hacía por la mosca, sino por sí mismo. Para no equivocarse y
tener que ser reprendido -dijo el juez dirigiéndose a mí directamente. Y volviéndose hacia el acusado- Sigamos, cuando usted era chico estudiaba
para que nadie tuviera que pensar que era perezoso, no jugaba, no corría, no
hablaba ni siquiera para defender a alguien, para no quedar mal con los
mayores, que estaban muy satisfechos de su buen comportamiento.
Y dirigiéndose nuevamente a mí preguntó: ¿Tiene algo que decir en defensa de su amigo?
Me tomé unos segundos para evaluar la pregunta y contesté: Fue buen esposo y buen padre, siempre salían
todos juntos…
Sí, todos juntos
–agregó el que parecía ocupar la función de fiscal- porque su esposa padecía claustrofobia y no podía viajar en ningún transporte
desconocido, y nunca la alentó a tratarse porque le resultaba más cómodo tener todo
bajo su control.
Pensé que lo que diría ahora lo reivindicaría. Cuidó a su esposa cuando enfermó de cáncer
hasta que murió, fue su enfermero, su cocinero, su ángel custodio.
Sí, porque no quería
sentirse culpable, además era una forma de sentirse admirado, a la vez que
compadecido por sus parientes, amigos y vecinos -dijo el fiscal.
Mantenía a su hija, a
su yerno y a su nietito -dije con menos entusiasmo.
Y el fiscal me contestó enérgicamente: -¡Ajá! Tenía servicio doméstico, afecto, calor familiar y
agradecimiento incondicional por el mismo precio.
¿Y el lote que le
regaló a su hijo, donde le ayudó a construir una linda casita y cubrió todos
los costos con su dinero? –aventuré recuperando mi discurso de defensa.
¿Hay una forma más
elegante de sacarse una nuera de encima y mantenerla sujeta para siempre por el
agradecimiento? –me preguntó a su vez.
Hasta ahí llegó mi defensa, ya no me quedaban argumentos y
el Lechuga ya no me parecía tan insípido, y ante cada nueva exposición mi amigo
encogía, su cuerpo se hacía más pequeño no sólo ante mis ojos sino que encogía
literalmente.
Y aquel personaje agregó dirigiéndose a toda la sala: Después de enviudar buscó cobijo en varias
mujeres, eso sí, una por vez, como corresponde a un hombre serio, aunque a ninguna
le prometió nada, y cuando pensaba que llegaba el momento de comenzar a comprometerse
en algo se hacía la víctima, mostrándose agobiado y triste por los recuerdos de
su amada esposa de tantos años, alejándose sin ninguna explicación y sin que le
importara lo más mínimo cómo se sentía la otra persona.
¿De qué sirve
–pensé- lo que uno hace por los demás?
Pero nuevamente mis pensamientos fueron captados y respondidos rápidamente, sin
darme lugar a emitir ni un sonido.
Si lo haces por los
demás sirve, y mucho, pero si lo haces por tu comodidad sin pensar en el dolor
que provocas, no sirve a nadie. Tienes que descubrir la intención que te mueve.
Y con un gesto amable agregó: Gracias por
venir, tu alegato ha sido muy útil a este jurado, que luego dictará sentencia.
Te puedes retirar.
Y sin más me encontré de nuevo ante la mesita de la
confitería, con el vaso de fernet en la mano y los maníes en el platito, y
pensé en Pamela. ¿Cómo se sentiría? ¡Me había importado más mi propia imagen,
lo que pudieran pensar los demás si no asistía a ese entierro que sus
sentimientos!
Dejé unas monedas sobre la mesita y me encaminé a buscar mi
auto para desandar mi camino; quizás aún no fuese demasiado tarde.
Asunción Ibáñez - 2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario