viernes, 11 de noviembre de 2022

 cuento 


EL ESTRADO

La vista se me nublaba de cansancio y mis párpados se detenían más y más cada vez que pestañeaba. Llevaba algunas horas conduciendo, con la cabeza llena de pensamientos deprimentes y el corazón estrujado cuando, en medio de la nada surgió un letrero luminoso, subrayado con una flecha, que anunciaba “Motel”. Giré el volante en la dirección indicada y tomé una habitación en ese lugar sin lujos ni pretensiones, y sin preámbulos me acosté e inmediatamente me dormí. Cuando desperté era noche cerrada y una espesa niebla cubría el lugar y empañaba los vidrios de la ventana.

Tomé el teléfono para pedir algo que calmara mi hambre, pero una voz adormilada me informó que no tenían nada a esa hora, pero ante mi insistencia me aconsejó que fuese a la confitería “El Estrado” que estaba junto a la estación de servicio. Me costó ubicarlas a causa de la niebla. Entré y pedí algo de comer, pero lo único que tenían para ofrecerme era un fernet con hielo, que estaba acompañado por maníes salados y galletitas de agua, lo único con algo para masticar, así que acepté.

Había organizado mi viaje repentinamente al recibir la noticia de la muerte de mi amigo de la infancia, Hernán. Distraídamente giraba el vaso oyendo el chocar de los cristales de hielo contra los del vaso mientras pensaba en lo sucedido: mi discusión con Pamela que versaba sobre el “Lechuga”, como todos le decíamos al finado, “porque no tiene gusto a nada ni le hace mal a nadie”. Según ella era cuestionable lo de que no hacía mal mientras yo le aseguraba que su opinión era un total disparate, pues era tan bueno y noble como podía serlo un ser humano. Ella aseguraba que yo pensaba así porque a los muertos uno trata de recordarlos por sus buenas acciones, pero yo sabía que ella estaba muy molesta por mi viaje; yo quería estar al menos en su entierro, porque ¿Qué diría la gente que nos conocía si no iba?

Tan ensimismado estaba en mis pensamientos que no había advertido una puerta lateral con un letrero luminoso que decía “Foro”, por la que vi ingresar a un niño con un largo camisón blanco, lo que despertó enormemente mi curiosidad, tanto como para ir a ver qué había allí detrás de esa puerta, la que abrí sin problemas pero apenas traspasé su marco se cerró con un desproporcionado sonido para su dimensión; quedé unos minutos desorientado tratando de ver en la penumbra circundante.

Poco a poco mis ojos se fueron adaptando y pude ver entre la bruma que me encontraba en ¡un cementerio! Intentaba huir volviendo sobre mis pasos cuando un brazo amistoso me tomó de los hombros, y al mirar a mi acompañante vi que se trataba del mismísimo Lechuga, quien respondió ante mi espanto diciéndome ¡Viniste, menos mal! Sos testigo de mi defensa.

Atravesamos el cementerio ¿Qué opción tenía? Y llegamos a una especie de juzgado, con un jurado de siete jueces de toga y peluca blancas, y uno de ellos me indicó que me sentara en el banco de los testigos mientras que al Lechuga lo ubicaron en el de los acusados.

Comencemos cuando usted era chico -dijo el más anciano de los jueces dirigiéndose a mi amigo, y yo pensé que cuando era chico no mataba ni una mosca.

Sí, no mataba una mosca, pero no lo hacía por la mosca, sino por sí mismo. Para no equivocarse y tener que ser reprendido -dijo el juez dirigiéndose a mí directamente. Y volviéndose hacia el acusado- Sigamos, cuando usted era chico estudiaba para que nadie tuviera que pensar que era perezoso, no jugaba, no corría, no hablaba ni siquiera para defender a alguien, para no quedar mal con los mayores, que estaban muy satisfechos de su buen comportamiento.

Y dirigiéndose nuevamente a mí preguntó: ¿Tiene algo que decir en defensa de su amigo?

Me tomé unos segundos para evaluar la pregunta y contesté: Fue buen esposo y buen padre, siempre salían todos juntos…

Sí, todos juntos –agregó el que parecía ocupar la función de fiscal- porque su esposa padecía claustrofobia y no podía viajar en ningún transporte desconocido, y nunca la alentó a tratarse porque le resultaba más cómodo tener todo bajo su control.

Pensé que lo que diría ahora lo reivindicaría. Cuidó a su esposa cuando enfermó de cáncer hasta que murió, fue su enfermero, su cocinero, su ángel custodio.

Sí, porque no quería sentirse culpable, además era una forma de sentirse admirado, a la vez que compadecido por sus parientes, amigos y vecinos -dijo el fiscal.

Mantenía a su hija, a su yerno y a su nietito -dije con menos entusiasmo.

Y el fiscal me contestó enérgicamente: -¡Ajá! Tenía servicio doméstico, afecto, calor familiar y agradecimiento incondicional por el mismo precio.

¿Y el lote que le regaló a su hijo, donde le ayudó a construir una linda casita y cubrió todos los costos con su dinero? –aventuré recuperando mi discurso de defensa.

¿Hay una forma más elegante de sacarse una nuera de encima y mantenerla sujeta para siempre por el agradecimiento? –me preguntó a su vez.

Hasta ahí llegó mi defensa, ya no me quedaban argumentos y el Lechuga ya no me parecía tan insípido, y ante cada nueva exposición mi amigo encogía, su cuerpo se hacía más pequeño no sólo ante mis ojos sino que encogía literalmente.

Y aquel personaje agregó dirigiéndose a toda la sala: Después de enviudar buscó cobijo en varias mujeres, eso sí, una por vez, como corresponde a un hombre serio, aunque a ninguna le prometió nada, y cuando pensaba que llegaba el momento de comenzar a comprometerse en algo se hacía la víctima, mostrándose agobiado y triste por los recuerdos de su amada esposa de tantos años, alejándose sin ninguna explicación y sin que le importara lo más mínimo cómo se sentía la otra persona.

¿De qué sirve –pensé- lo que uno hace por los demás? Pero nuevamente mis pensamientos fueron captados y respondidos rápidamente, sin darme lugar a emitir ni un sonido.

Si lo haces por los demás sirve, y mucho, pero si lo haces por tu comodidad sin pensar en el dolor que provocas, no sirve a nadie. Tienes que descubrir la intención que te mueve. Y con un gesto amable agregó: Gracias por venir, tu alegato ha sido muy útil a este jurado, que luego dictará sentencia. Te puedes retirar.

Y sin más me encontré de nuevo ante la mesita de la confitería, con el vaso de fernet en la mano y los maníes en el platito, y pensé en Pamela. ¿Cómo se sentiría? ¡Me había importado más mi propia imagen, lo que pudieran pensar los demás si no asistía a ese entierro que sus sentimientos!

Dejé unas monedas sobre la mesita y me encaminé a buscar mi auto para desandar mi camino; quizás aún no fuese demasiado tarde.

                                                                                              Asunción Ibáñez - 2008

 

 

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