martes, 10 de enero de 2023

 

Reflexión

 

            ¿ADONDE ESTÁN LAS EXPERIENCIAS?  

 

Se pueden perder cosas materiales, por ejemplo es muy difícil encontrar un lápiz o un bolígrafo cuando se debe tomar nota de un recado en el teléfono, éste sólo aparecerá en el momento en que es totalmente innecesario. También se puede perder el tiempo: “No sé en qué se me ha ido toda la mañana”, pero, ¿y las experiencias? Me he pasado la vida teniéndolas y, al parecer,  carecen totalmente de importancia. Aunque pensara lo contrario, soy lo que he aprendido, para bien o para mal. Mis experiencias me han dejado un aprendizaje único y me convertí en individuo por el modo en que las he procesado. Pero las buenas costumbres enseñan que si la experiencia ha sido agradable está bien recordarla por un cierto tiempo, no demasiado, mucho menos expresar orgullo por ellas,  y si la experiencia ha sido mala hay que olvidarla  con mayor rapidez, y cuanto más mala haya sido más urgente es esta necesidad. Y la pregunta inevitable es, entonces ¿para qué las viví?

Un excombatiente de la guerra de Malvinas comentaba que la situación más dolorosa para él ha sido el que la gente que le rodeaba pretendía que olvidara e hiciera como si nunca hubiera vivido esa guerra, sin que pudiera procesar la experiencia adecuadamente, aunque  sus pesadillas se lo recordaran permanentemente.  Permitirle a alguien recordar las experiencias dolorosas, como una situación extrema o la pérdida de un ser querido, escucharlo empáticamente es darle la oportunidad de que sus heridas emocionales vayan sanando.

Se nos enseña desde pequeños que el triunfo es relativo, que siempre habrá una experiencia más importante que la que hemos vivido, además no es de buena educación hacer alardes de nuestros logros. También aprendemos que el fracaso es el gran maestro; donde el dolor no tiene lugar y hay que hacerlo a un lado.

Es así que las personas que llegan a la ancianidad hablan de sus experiencias pasadas, ya deformadas por el tiempo y maceradas en sus sentimientos reprimidos, cuando ya no les importa si alguien los escucha;  la vejez les da esa franquicia, pero necesitan “destaparlas” antes de “cerrar la puerta” tras de sí. Son experiencias que están en su desván sin clasificación ni orden alguno.

Su frustración proviene de todo aquello que no pudieron asimilar, pues han vivido como sobre una cinta transportadora, un cambio de nivel sobre una escalera mecánica, su organismo y su psiquis no hicieron el correspondiente esfuerzo, ha sido como un discurrir de sucesos no realizados, una agobiante cantidad de  experiencias sin procesar que inconscientemente quiere descargar.

“Ama a tu prójimo como a ti mismo”, pero no se aprende a amar porque  se confunde el amor a sí mismo con el “amor propio”, por consiguiente amo como me amo.

La pérdida de autoestima lleva a la frustración, quizás la mayor frustración que un ser humano pueda padecer.

Lo que cuesta tolerar es la idea de la carencia total de importancia que su propia crisis, esencial para quien la padece, es insignificante o inexistente para los demás, quienes demuestran como mínimo, indiferencia, y como máximo, un rosario de consejos que quien los recibe no los puede aplicar.

La pérdida de poder y de poderse lleva a la frustración y ésta a la pérdida de autoestima. Así es que se hace necesario recurrir a cualquier cosa para no sentir ese enorme peso, y generalmente no se es consciente de ese modo de actuar.

Cuando se vive de un modo autoritario pocas veces se revisa el modo de pensar y de sentir. Se está tan seguro de tener la razón y se busca afuera la causa del fracaso, se considera que los responsables son los autoritarios que le rodean.

 

                                                           Asunción Ibáñez - 2007

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