FRITZ Y EL COSECHADOR DE
PIEDRAS
En el mes de
octubre de 1968, cuando el calorcito comenzaba a hacerse sentir, don Julio, el
doctor dueño de la finca “La Rinconada”, donde yo trabajaba por aquel entonces
como peón “comodín”, me hizo llamar a la casa principal en la que él vivía la
mayor parte del año. Fui a verlo no sin preocupación, pues lo había visto de
lejos muy pocas veces y nunca había hablado con él. ¿Qué podía querer de mí? Me
hicieron pasar a un saloncito con unos sillones muy bonitos y cuadros grandes y
coloridos en las paredes.
Cuando
apareció don Julio me saludó con gesto paternal y como si fuésemos camaradas de
largo tiempo. Me encomendó, en tono confidencial, que yo buscara alguna
aventura interesante para un amigo suyo, suizo, que lo visitaba desde hacía
unos días, al que ya lo habían paseado por los lugares conocidos e
interesantes, como el Rincón del Indio, el Cañón del Atuel, la Laguna
Encantada, las montañas y la Payunia, y que comenzaba a dar signos de
aburrimiento ya que a ellos se les estaban agotando los recursos turísticos.
Me fui con la
promesa de cumplir con su encargo y la incógnita de qué hacer para cumplirlo.
Así, preocupado, entré al boliche a buscar inspiración en una copa de caña. De
pronto, de un grupo de muchachos surgió un coro de carcajadas que interrumpieron
mi pensamiento, por lo que don Paco, el bolichero, les amonestó:
¡No embromen así al pobre viejo,
tengan un poco de respeto, caramba!
Todos se
fueron riendo y hablando al mismo tiempo y sólo quedó la pequeña figura de don
Rojas, con su escaso metro cincuenta de altura y sus cuarenta y cinco kilos de
peso, el viejito que vendía piedras de afilar y que, según él, “cosechaba” en
un lugar más allá del Cerro Negro.
Ellos se ríen –dijo el viejo con tristeza- pero es cierto, hay una ciudad colgada del
cielo y un río que no moja más allá del cerro que da las piedras de afilar.
No les haga caso –dijo conciliador don Paco- son unos ignorantes.
Sí –agregó don Rojas con tono resentido- creen que estoy mamao pero es la puritita
verdá.
¿Serían las
respuestas a mis preocupaciones? Así que le pregunté:
¿Usted se animaría a llevarnos a un
amigo extranjero y a mí hasta ese lugar? Mi amigo le pagará muy bien.
El viejito lo
pensó un buen rato, parecía sopesar los pros y los contras, hasta que al fin
dijo:
Puede ser que acepte, pero hay una
condición, tienen que hacer lo que yo diga. ¿Está claro?
Avisé al
doctor y me presentó al suizo, que pidió que lo llamáramos Fritz. Al día
siguiente muy temprano nos reunimos con don Rojas en su rancho al pie de los
cerros, y antes de la partida puso sus condiciones:
No deben llevar nada de metal porque
hay un cerro que se lo come, se lleva hasta las tachuelas de las botas, por eso
lo mejor es ir de alpargatas. Tampoco lleven relojes, porque si no se los come
los deja inservibles. Llevaremos sólo agua, y a las mulas las dejaremos por el
camino y seguiremos a pie. Y a esas va a ser mejor dejarlas –agregó señalando la cámara de fotos y
la filmadora del suizo.
Fritz no
entendió lo que dijo nuestro guía y se lo repetí lentamente, aun así decidió
llevarlas, por lo que don Rojas se encogió de hombros y partimos a lomo de
mula.
Horas después
llegamos a un lugar donde debimos dejar las cabalgaduras y las provisiones, y
nuevamente el guía insistió con respecto a las cámaras pero el suizo siguió con
ellas colgadas a su cuello. Así llegamos a un lugar desde donde se divisaba un
cerro color gris ceniza en el cual, según nuestro guía, se cosechaban las
piedras de afilar que allí brotaban y crecían. El suizo filmaba y fotografiaba
todo mientras el viejito movía la cabeza con gesto de desaprobación.
Una hora
después don Rojas dijo que era tiempo de que dejara las máquinas o el cerro que
se veía adelante se las comería, pero el suizo se limitó a mirarlo con
soberbia. El sendero que seguíamos era cada vez más escarpado y la brisa se
transformaba en viento más y más fuerte. En ese punto nos detuvimos y don Rojas
nos dijo que pidiéramos permiso al cerro para que nos dejara pasar. No creo en
brujas, pero…, así que hice con todo respeto lo que me indicó, por las dudas; y
como por arte de magia el viento cesó dando lugar a una agradable calma.
Ahí nos da paso –dijo el anciano- y de aquí en adelante vean lo que vean, oigan lo que oigan o huelan lo
que huelan, no toquen nada o seremos pasto de los gusanos.
Algo más adelante,
repentinamente Fritz era arrastrado por una corriente inexplicable, y el guía
le gritó: ¡Suéltelo! ¡Dele al cerro lo que
le pide!
Por eso soltó
su máquina fotográfica, su cinturón, sus monedas y sus anillos, y todo volaba
horizontalmente hacia un cerro rojizo que estaba a nuestra derecha; la
filmadora quedó en su poder quizás por no tener partes metálicas. Y el suizo
aseguró, casi en un rezongo: ¡Magnetismo!
Algo más
adelante nos llegó un sonido como de cientos de voces femeninas que entonaban
una coral increíble por su cadencia y armonía.
¿Walquirias? –preguntó Fritz. ¿Qué dice? –me preguntó el viejito, uniendo sus cinco dedos de una
mano indicando incógnita, y como yo tampoco sabía se lo hice saber encogiéndome
de hombros. Seguimos el sonido y llegamos a una hondonada cubierta de neblina,
que al ir disipándose mostraba bellas mujeres que cantaban a coro y hacían
gestos para que nos acercáramos, pero el guía indicó que siguiéramos. ¡Walquirias! – aseguró Fritz mientras
filmaba.
También vimos
una ciudad inmensa que pendía del cielo, dándonos la impresión de que se nos
caería encima en cualquier momento. Ilusión
óptica, por la luz del sol que proyecta una imagen sobre las nubes -dijo el
suizo tratando de convencerse a sí mismo y aparentar sabiduría ante nosotros.
Posteriormente
oímos unas estridentes carcajadas, imaginé unas brujas horribles que se reían
de nosotros, seres sin más defensa que nuestra valentía, muy escasa en lo que a
mí concernía.
Luego
llegamos a un embarcadero que tenía veleros amarrados, muy ilógico si
pensábamos que estábamos en una desierto semiárido en la zona del sur de
Mendoza, tanto que el suizo no daba más opiniones de índole alguna y don Rojas,
al igual que yo, guardábamos temeroso silencio, ante las muchas cosas que
vimos, y que ya no recuerdo, pero que el suizo seguía filmando incansablemente
con su camarita.
El miedo me
invadía al acercarse la noche. De pronto nos envolvió otra vez el fuerte viento
del principio y en un instante nos encontramos junto a las mulas. Quedamos en
un estado de quietud por largo tiempo, como si nos hubiéramos congelado, cada
uno ensimismado en sus propios pensamientos.
Fritz fue el
primero en reaccionar. Rebobinó la cinta de su filmadora, y comprobó que las
únicas imágenes grabadas eran de los cerros áridos y escarpados, los mismos que
estaban frente a nosotros.
ASUNCIÓN IBÁÑEZ - 2014
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