lunes, 18 de diciembre de 2023

 


HUMILDAD

 

Meditaba sobre la humildad, ser humilde, pensando que usamos esa palabra para definir a una persona de escasos recursos, pero eso, si bien la condiciona, no la transforma mágicamente en una persona humilde. Entonces ¿qué es ser humilde?

Y apareció en mi recuerdo una experiencia de vida para mi madre y para mí, pero yo no la recuerdo como vivencia propia, sólo lo que alguna vez ella me contó, maravillada.

Vivíamos en la zona rural, tal como habían hecho mis cuatro abuelos desde que llegaran de España, y la información no estaba al alcance de todos por lo que se ignoraban procederes científicos y, aunque no se creyera en las soluciones casi mágicas de las costumbres y prácticas ancestrales, a veces se recurría a ellas cuando la situación no aparentaba gravedad.

Tendría yo dos o tres años, o sea 1946 aproximadamente, y me encantaba el pan caliente recién salido del horno. Mi madre siempre me daba un trozo junto a una advertencia: no tomar agua inmediatamente, pues según la tradición del lugar, el niño que hacía eso “se empachaba”. Una hora después de haber comido el delicioso pan, ardía en fiebre.

Buscó apoyo y consejo en mi tía Lola, hermana de mi padre, que vivía en otra casa de la misma finca y algo alejada de la nuestra, y decidieron llevarme a lo de Doña Genoveva, una mujer sencilla con fama de curandera, a la que presumo, ya conocían.

Prepararon rápidamente el traslado a la ciudad donde esta señora vivía, que no era lo más fácil pues el único transporte, un ruidoso ómnibus, pasaba por la puerta de nuestra casa sólo tres veces al día, temprano de mañana, al medio día y al anochecer.

Llegadas a la casa de la señora cargándome la distancia que restaba, ella procedió a atenderme con su ritual acostumbrado: apoyaba su mano derecha sobre su sien y pasaba reiteradas veces su mano izquierda a unos diez centímetros de la parte superior de la cabeza del enfermo. Luego apoyaba esa mano sobre su sien izquierda en profunda concentración, para luego dar su diagnóstico.

“Siéntese, no se asuste –dijo- su hija no está empachada, tiene difteria”. Mi madre quedó sin fuerzas, pues no había podido olvidar la experiencia de su niñez, cuando al volver a clases después de un fin de semana su compañerita de banco no volvió, y la maestra les explicó que la niña había muerto de difteria.

“Tiene que llevarla ya al hospital, pues necesita el suero con urgencia” le dijo, y acto seguido pidió a su esposo que fuera a buscar un taxi para el traslado. Mi madre y mi tía me llevaron al hospital y en el apuro porque me atendieran dijeron que yo tenía difteria, por lo que el médico, sin más averiguaciones ordenó análisis y aislamiento. Después de que todo se confirmó y que lograran salvarme, el doctor quería saber de dónde habían sacado tal diagnóstico, ya que había sido el único caso en el país, y las dos campesinas solo pudieron contestar que a ellas les había parecido, pues no podían comprometer a la buena señora.

Si aquella mujer en la que mucha gente reconocía que tenía capacidades naturales para curar no hubiera sido lo suficientemente humilde al reconocer su limitación quizás la historia hubiera sido otra y yo no estaría aquí, escribiéndola.

Asunción Ibáñez - 2021



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