jueves, 4 de abril de 2024

 

Leyenda.

 

                                   El sabio mendicante.

Hace cuatro o cinco siglos se ordenó a los habitantes de aquella comarca a registrarse no solo con el nombre, sino que se les agregaría otra palabra que los identificaría como grupo, como familia, como clan.

El rey de ese lugar, hombre caritativo con su pueblo, les pidió que reflexionaran unos días hasta encontrar la palabra que llevarían junto a su nombre todos los miembros de su familia, lo que se denominaría apellido.

Juan y Juana se plantearon muchas palabras como Ríos, Sierra, Laguna o Robles, pero muchos de sus vecinos ya los habían registrado, por lo que comenzaron a discurrir: Gordillo no porque él era muy flaco, Delgado no porque su hijo mayor era gordo, Blanco no porque su hija era morena y así fueron descartando.

Ya no sabían qué hacer, hasta que a Juana le surgió un recuerdo y dijo: “¿Te acuerdas que en el pueblo decían que tu abuelo era muy sabio porque sabía cuando plantar los ajos?”

“Buenísimo – dijo Juan- habrán pocos que se apellidarán así”. Y así se reconocieron a los descendientes de Juan y Juana en adelante.

Tenían tres hijos y una hija, en los que habían puesto todo su amor y energía, a los que heredaron su flamante apellido. Pero ya algo mayores apareció, cuando nadie lo esperaba, su quinto hijo. Un varón al que llamaron Juan Santo Sabio.

Pero el pobre Juan Santo no era muy listo, y no aprendía con facilidad lo necesario para hacer una vida independiente. Sus padres, casi ancianos, vivían del sustento que le daban sus cuatro hijos mayores, pero a los cuales no les alcanzaba para mantener a su hermano, del que dudaban si realmente no le daba su inteligencia para ganarse el pan o que solo era pereza.

Juan Santo sabio estaba desolado, sus padres ancianos le rogaron que fuese a buscar su destino, por lo que dejó el hogar paterno y partió sin rumbo alguno.

Cuando le deba hambre mendigaba un trozo de pan, y cuando tenía sed  abrevaba de algún cauce o alguna fuente, y así estaba cada vez más débil y andrajoso.

Cuando las gentes le preguntaban su nombre él contestaba: “Juan Santo Sabio”, y las personas pensaron que era Juan, santo y sabio.

Llegó el día en que estaba muy débil para caminar, buscó una cueva pequeña y se sentó allí esperando un milagro. Y el milagro se dio. Las personas sencillas recurrían a pedir consejos y él se los daba, aunque la gente no los comprendía los aceptaba agradecida. Y en agradecimiento le llevaban algo de pan, agua y fruta. “Los Santos y los Sabios hablan con un idioma encriptado”, aunque no supieran lo que quería decir y hacían lo que su voz interior les decía y todo resultaba bien. Así se hizo su fama y vivió muchos años en comunión con los aldeanos.

Cuando murió lo lloraron y llevaban flores a su ermita, ahora deshabitada. Por muchos años fue una leyenda, hasta que un inspirado habitante de la zona convirtió ese recuerdo en una estatua que todos pudieran apreciar para que no se olvidara nunca a Juan Santo Sabio.

                                   Asumi - 2024

 

 

 

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