El Gnomo
Don Enrique tenía un rincón mágico, todo lo que
llegaba roto, salía de allí restaurado y funcionando.
Y cuando digo todo es todo lo que se pueda uno
imaginar, desde una rueda de un autito de juguete, el brazo de una muñeca, el
asa de una olla, una silla o mesa, hasta el manubrio de una bicicleta.
Cuando se encerraba en su taller se podía oír desde
afuera una vieja radio, o su bella voz de tenor lírico, sin mucha técnica vocal
y mucho amor al arte, cantando algún bolero, el Barbero de Sevilla o tararear
alguna melodía perdida en el tiempo, con la misma pasión.
Los golpes de martillo y el sonido estrepitoso de los
tornillos, tuercas y clavos cayendo sobre la mesa de chapa, parecían
acompasarse a la melodía que entonaba.
Contaba siempre con la compañía de alguno de sus
nietos, al que le encomendaba la tarea de juntar y clasificar en tarritos esas
mismas tuercas y tornillos que desparramaba una y otra vez en una misma tarde ,
buscando algo que nunca encontraba, así es que a lo largo de los años eran
siempre los mismos. La finalidad de esta tarea era solo entretener a los
pequeños mientras arreglaba algún juguete y disfrutaba de su presencia.
En reiteradas ocasiones se hacía un silencio, y luego
se podía escuchar a don Enrique rezongar por la pérdida de alguna herramienta,
salía del taller dialogando con alguien invisible al que le prometía dejarlo ir
cuando devolviese lo que no le pertenecía, mientras sacaba de la alacena un
vaso y lo colocaba boca abajo sobre la mesa de la cocina.
Volvía al taller murmurando “No es gracioso”. Allí
quedaba el vaso boca abajo una hora, medio día o día completo. Hasta que,
repentinamente, salía sonriendo con la herramienta perdida en la mano, e iba,
daba vuelta el vaso con mucho cariño y cuidado y decía en voz alta y segura “Ya
te podés ir”.
Ese era un ritual cotidiano y mágico.
Pasaron los años y don Enrique murió, cinco años tardó
su familia en tomar la decisión de desarmar el taller, cuando ya casi la tarea
estaba terminada, quedando solo algunos frasquitos en la mesa de trabajo y
algunos que otros trastos , estaba allí uno de sus nietos juntando cosas,
cuando sintió detrás de él un crujido acompasado, un ir y venir, como si se
meciera algo en el techo, se dio vuelta sigiloso, con un poco de recelo y ahí estaba,
sentado sobre una vieja canasta de mimbre que colgaba del techo, balaceándose
de un lado a otro, con una sonrisa burlona dibujada en su huesuda cara y unas
tuerquitas en la mano, e hizo unas piruetas y desapareció. Era el pequeño gnomo
que le escondía las herramientas a don Enrique.
Desde ese momento, cada vez que se pierde algo, ya
saben a quién atribuirle la travesura.
Sella-2020
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