miércoles, 23 de septiembre de 2020

 

El Gnomo

Don Enrique tenía un rincón mágico, todo lo que llegaba roto, salía de allí restaurado y funcionando.

 

Y cuando digo todo es todo lo que se pueda uno imaginar, desde una rueda de un autito de juguete, el brazo de una muñeca, el asa de una olla, una silla o mesa, hasta el manubrio de una bicicleta.

 

Cuando se encerraba en su taller se podía oír desde afuera una vieja radio, o su bella voz de tenor lírico, sin mucha técnica vocal y mucho amor al arte, cantando algún bolero, el Barbero de Sevilla o tararear alguna melodía perdida en el tiempo, con la misma pasión.

 

Los golpes de martillo y el sonido estrepitoso de los tornillos, tuercas y clavos cayendo sobre la mesa de chapa, parecían acompasarse a la melodía que entonaba.

 

Contaba siempre con la compañía de alguno de sus nietos, al que le encomendaba la tarea de juntar y clasificar en tarritos esas mismas tuercas y tornillos que desparramaba una y otra vez en una misma tarde , buscando algo que nunca encontraba, así es que a lo largo de los años eran siempre los mismos. La finalidad de esta tarea era solo entretener a los pequeños mientras arreglaba algún juguete y disfrutaba de su presencia.

 

En reiteradas ocasiones se hacía un silencio, y luego se podía escuchar a don Enrique rezongar por la pérdida de alguna herramienta, salía del taller dialogando con alguien invisible al que le prometía dejarlo ir cuando devolviese lo que no le pertenecía, mientras sacaba de la alacena un vaso y lo colocaba boca abajo sobre la mesa de la cocina.

 

Volvía al taller murmurando “No es gracioso”. Allí quedaba el vaso boca abajo una hora, medio día o día completo. Hasta que, repentinamente, salía sonriendo con la herramienta perdida en la mano, e iba, daba vuelta el vaso con mucho cariño y cuidado y decía en voz alta y segura “Ya te podés ir”.

 

Ese era un ritual cotidiano y mágico.

 

Pasaron los años y don Enrique murió, cinco años tardó su familia en tomar la decisión de desarmar el taller, cuando ya casi la tarea estaba terminada, quedando solo algunos frasquitos en la mesa de trabajo y algunos que otros trastos , estaba allí uno de sus nietos juntando cosas, cuando sintió detrás de él un crujido acompasado, un ir y venir, como si se meciera algo en el techo, se dio vuelta sigiloso, con un poco de recelo y ahí estaba, sentado sobre una vieja canasta de mimbre que colgaba del techo, balaceándose de un lado a otro, con una sonrisa burlona dibujada en su huesuda cara y unas tuerquitas en la mano, e hizo unas piruetas y desapareció. Era el pequeño gnomo que le escondía las herramientas a don Enrique.

 

Desde ese momento, cada vez que se pierde algo, ya saben a quién atribuirle la travesura.

 

Sella-2020

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