La hora de la
verdad
Todos tenemos, mal que nos pese, nuestra hora de la verdad.
Y les cuento por qué.
Hace algunos años me invitaron a un baile organizado por la
cooperadora de una escuela en una zona rural, muy alejada de donde vivía. La
amiga que me invitó lo hizo con toda la intención de ayudarme a superar el estado depresivo en el que había quedado
después de un gran engaño, pues el hombre que me parecía a todas luces el ideal
resultó ser un gran fabulador.
Acepté la invitación con la intención secreta de mentir; si
los hombres lo hacen tan descaradamente ¿Por qué yo no? más en ese lugar nadie
me había visto nunca y posiblemente no volverían a verme. Llegamos al lugar y
todos los jóvenes me parecían toscos e insignificantes con sus rostros bronceados
por el sol y sus ropas fuera de moda, claro que los estaba comparando con el
mentiroso al que pretendía olvidar, que vestía y hablaba tan bien.
Un joven se acercó y me invitó, muy cortés, a bailar.
Comenzamos la danza y para iniciar la conversación me preguntó de dónde era, y
mentí al respecto, y también sobre mi familia, mis viajes al exterior y mi auto
último modelo. Después de escuchar en silencio me preguntó dónde trabajaba y
contesté sin dudarlo: “Maestra, mejor dicho, directora de una escuela primaria.”
Me miró con curiosidad y pensé que se me había ido la mano,
por lo que agregué: “Interina”.
“¿Dónde?” preguntó.
“En la escuela Teresa Blanco, de Las Plantillas” –la que
quedaba muy lejos de allí.
“¡Qué raro, soy el subdirector de esa escuela y nunca te he
visto!”
Elba - 2004
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