EL pequeño
gran milagro sucediendo en un día cualquiera.
La vida es tan maravillosa que no deja de sorprenderme así
pasen rutinariamente los días y semanas y meses y años, con un repetido
recorrido de domingo, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y
domingo y vuelta a empezar y los ya más que conocidos meses de enero, febrero,
marzo, abril… hasta diciembre y vuelta a empezar, también la estaciones verano,
otoño, invierno y primavera, en la rueda imparable del tiempo.
Era un día cualquiera, más precisamente, un jueves por la
mañana en el que había participado de un encuentro vía online durante dos
largas e intensas horas, con dos personas más, habiendo incursionado en unos
aspectos muy profundos acerca de “el arte de meterse con uno mismo” como me
gusta llamarlo a mí desfachatadamente.
Lo cierto que fue de tanta intensidad que al finalizar,
sintiéndome plena y feliz, mi cabeza parecía demasiado llena de palabras,
ideas, sospechas, dudas, inquietudes, ruidos interminables… demasiada comida
para poder deglutir, procesar, asimilar, ella misma pedía un respiro. Fue
entonces que cerré la máquina y me dirigí casi sin meditarlo, espontáneamente,
al jardín de la casa. Verde y más verde por todas partes en un octubre
desbordante de vida y color, olor y frescura, con picaflores buscando el néctar
de las flores que se habían abierto en todos los canteros y macetones muy bien
distribuidos en ese amplio jardín, ofreciéndose sin pedir nada a cambio, y un
limonero al fondo que desbordaba de limones, muchos de los cuales estaban tan
amarillos y maduros que llamaban a hacer limonada y tomarla fresca a la sombra
de otros arbolitos.
Caminé por el sendero, absorbiendo un sol muy templado, una
leve brisa y el aire muy puro, yendo y viniendo en soledad humana y compañía de
tanta naturaleza viva, tratando de descansar mi mente y aliviar esa tensión
acumulada, de deshacer esa madeja de ideas amontonadas, apretujadas, plegada,
arrinconadas… luchando por imponerse unas a otras para tomar el primer lugar,
sin que ninguna cediera en su intento, ser la primera a cualquier costo,
consumiendo energía y dejando a mi cuerpo extenuado.
Mientras caminaba con la atención puesta solo en ese
presente inédito mirando y admirando ese bendito jardín, ralentizando mi
respiración, abriendo mis oídos al silencio de la naturaleza, llenando mi
retina de esos verdes brillantes, rojos, celestes y amarillos entre otros
colores de exquisitas flores, de pronto divisé una flor en un cantero, por el
que había pasado cientos de veces sin verla. Era una rosa verde suculenta,
planta bastante común, ya que toda ella está formada solo por cabos y flores
verdes, verdaderas mandalas creciendo y reproduciéndose en círculos
concéntricos manteniendo su esencia, pero que solo alcanzan algo más de 12
centímetros de diámetro, o sea un tamaño regular. Como es una planta tan
prolifera es también popular y está presente en casi todos los jardines,
De pronto sentí que una de ellas me llamaba, cuando la vi,
quede atónita, era la rosa verde más grande que había visto en mi vida y no
sería exagerado decir medía 40 centímetros de diámetro o quizá más... La vi,
estaba ahí con otras en el cantero, siempre había estado allí, pero yo no la
había visto.
Sacó a relucir su belleza y llevó mis ojos a ella, cautivante
en su simplicidad de un ser sencillo, humilde, desbordando callada hermosura.
Me vi impelida a eternizar ese instante para guardar su imagen y poder rememorarla
si fuera necesario.
Intento desafortunado de querer estirar la magia de ese
eterno instante, pequeño milagro, cuando ya se había cumplido el sentido de
salir del infernal bochinche mental, porque como por arte de magia, el mismo se
desvaneció en el aire casi de inmediato y mi cabeza quedó limpia, liviana,
fresca, llena del silencio y la paz que me rodeaba.
Aun hoy, varios días después perdura en mí, el recuerdo de
ese encuentro y me lleva, casi sin proponérmelo, a un estado anímico de calma y
tranquilidad…
El pequeño gran milagro había sucedido en ese día
cualquiera…un jueves de octubre.
ADRIANA
BRESCIA - 2022
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