Las apariencias
En la década de 1960 vivía en San Rafael, Mendoza, y
trabajaba como contable en una tienda de ropas y telas de ocho a doce y de
dieciséis a veinte, y a las veinte quince ingresaba al colegio secundario al
que asistía y permanecía hasta las cero y treinta, y al salir allí, en la
puerta y durante los seis años que duró mi cursado, esperaba mi padre para
acompañarme a pie y conversando hasta llegar a casa, donde mi madre, que ya
estaba acostada, me había dejado lista una cena calentita y sabrosa.
Un día se presentó una necesidad en mi trabajo: alguien
tendría que ir hasta General Alvear, distante a 257 kilómetros a cobrar un
cheque en un banco. No era difícil pues el ómnibus tenía parada en la misma
puerta del banco, así que el proyecto era ir yo, estudiar lo posible para un
examen que tenía esa noche y regresar en el siguiente colectivo, del que tenía
pasaje de ida y de vuelta, dos horas después de la llegada, tiempo de sobra
para cobrar un cheque.
Descendí frente al banco, entré y en unos segundos tenía el
dinero, y faltaban dos horas, por lo que decidí dar unas vueltas para conocer
algo de la ciudad a la que no había ido anteriormente. Luego entré a un café y
posteriormente decidí que al primer transeúnte que viera le preguntaría dónde
quedaba la terminal de ómnibus,
Fui seleccionando a los ocasionales caminantes, este no
porque es muy chico y quizás no sepa, este no porque es muy anciano y quizás
sea sordo, este no porque tenía rasgos asiáticos y tal vez no hablara español,
en ese departamento había una gran colonia japonesa, como las había de otras
nacionalidades, así que cuando ya quedaba un tiempo más que prudencial, decidí
preguntarle a una persona que me hizo pensar: “Este es de los nuestros, es el
que necesito” al ver a un hombre de mediana edad, tez bronceada por el sol,
cabello y bigotes renegridos, vistiendo una bombacha criolla con elegantes
tablitas que le daban amplitud, botas corrugadas, cinturón de rastra con
incrustación de monedas que brillaban al sol, facón a la cintura, saco negro,
chambergo gaucho, pañuelo blanco al cuello y poncho plegado sobre uno de sus
hombros.
Al preguntarle si podía indicarme dónde quedaba la terminal
me hizo repetir dos veces, pero cuando estuvo seguro de haber entendido comenzó
a explicarme, de tal modo que yo no le entendía ni una palabra, por lo que le
di las gracias para seguir pero él me retenía diciendo, en muy mal español,
“No, usted no entender” y volvía sobre su explicación. El buen hombre era ruso.
Supe entonces que las apariencias engañan.
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