lunes, 12 de abril de 2021

 

Como perro y gato

 

Vivíamos en una finca muy hermosa donde mi padre era contratista y administrador. No teníamos mascotas aunque sí teníamos cerdos, gallinas, patos y conejos, pero como animales de corral.

Un día el hijo del dueño de la finca llegó con una propuesta: como ellos habían adquirido una pareja de perros de pura raza y dado que en nuestra casa no habían mascotas es que nos ofrecía la que ellos tenían, que por ser un perro mestizo no era conveniente que estuviera con los de pura raza que pronto les llegarían.

Mis padres aceptaron y así llegó Hell en un pequeño auto inglés, un hermoso perro de color caramelo, orejas y cola recortada, luciendo un ancho collar tachonado de púas, que nos conquistó inmediatamente.

Con mi estatura de entonces apenas le pasaba mi cabeza sobre su figura, era muy obediente y tenía sus mañas y habilidades que poco a poco iríamos descubriendo. El collar de púas cumplía la función de proteger su cuello, heredado quizás de un bulldog, que es el punto débil en esa raza, y que él, con gran habilidad lograba sacárselo.

La primer semana de convivir con nosotros fuimos a visitar a una vecina que se ausentó unos minutos del lugar para ir a la cocina a preparar el mate, cuando su pequeña mascota, un debilucho gatito negro, entró en la habitación y en un instante Hell se lanzó sobre el pobre minino, pero a la orden de mi madre el perro se agazapó en el piso de la galería mirándolo con codicia. Otra vecina que también estaba allí de visita dijo “Dejalo, veamos que hace” pensando que solo le daría un susto.

Cuando a Hell se le levantó la prohibición saltó sobre el pobre gatito y de un solo movimiento le quitó la vida, sin derramar una gota de sangre. Acto seguido se alejó con su víctima entre sus fauces y no supimos adónde lo llevó. Así descubrimos una de sus habilidades extraordinarias: era un matagatos. Nunca encontramos los gatos muertos, porque los llevaba lejos y los enterraba, sin dejar rastros.

Unos meses después un amigo de mi padre al que le había dirigido la construcción de un parral, y que por ser su amigo no le cobró, le obsequió su bien más preciado: su gata China.

Mi padre habló con ambos animales, cosa que era su costumbre, y les explicó cuál sería el territorio de cada uno: la gata podía estar en el patio de enfrente, entrar a la cocina y trepar al parral, y el perro no podía entrar a la casa ni permanecer en ese patio. No sé si ellos entendieron las reglas, pero esos fueron sus espacios a partir de ese momento, y si China se aventuraba a los espacios alejados de su patio, Hell se abalanzaba ferozmente sobre ella aunque nunca llegó a tocarla, no sé si por la velocidad de ella de volver a su terreno o por que el perro era consciente de lo que tal suceso podía acarrearle, pues incluso frenaba bruscamente cuando llegaban al territorio demarcado. A veces se los veía dormir tranquilamente a una pequeña distancia pero cada uno en su espacio.

Se aproximaba la vendimia. Mi padre, como administrador era el encargado de la organización de la misma. Había prohibido a los cosechadores llevar perros de pelea, pues era lo habitual hacerlos pelear por apuestas, donde los pobres animales quedaban muy malheridos. 

No sé por qué yo me encontraba sola en la casa cuando uno de aquellos hombres llegó con un par de enormes perros de fiero aspecto, que ese señor los hacía competir en feroces peleas. Al salir Hell a defender su territorio ambos animales lo atacaron, uno tomándolo férreamente de la columna a la altura de las caderas hasta inmovilizarlo mientras el otro trataba de clavarle sus enormes colmillos en el cuello, modo en que podía llegar a morir, pues no tenía puesto su collar.

Yo gritaba desesperada y el dueño de los perros no lograba separarlos por ningún medio, cuando apareció China en escena. Saltó sobre el lomo del perro que inmovilizaba a Hell, le clavó sus dientes en la nuca y hundiendo sus uñas en los ojos del invasor de tal modo que debió soltar a nuestro perro para defenderse de la gata, que no se bajó de su lomo hasta que su enemigo salió de la propiedad, mientras Hell superaba en bravura al otro perro, que no pudo hacer otra cosa que huir también.

Fuera de todo lo que podíamos imaginar con nuestra mente humana, China y Hell siguieron siendo tan malos vecinos entre sí como lo habían sido siempre; ninguno podía invadir el espacio del otro. Quedó la impresión de que la gata de la casa consideraba que el perro era de su propiedad, que sólo ella lo podía pelear.

 

Asunción Ibáñez – pantallazos

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