PERDIDA
Corría
el año 1915 cuando Dorotea, pupila en el Convento de la Merced por no tener
familia, recibe la noticia de que deberá dejar el lugar pues ha sido solicitada
como institutriz de cinco niños de una conocida familia de estancieros en la
zona sur de la provincia de Córdoba.
Con
gran alegría comenzó a preparar sus pocas pertenencias: su prolija y siempre
impecable ropa, su sombrero y especialmente su cartera marrón, que heredara de
su madre. Con mucho cuidado abrió el forro y colocó las fotos de su familia, su
único tesoro, y cosió la abertura. Guardó sus documentos y el poco dinero de su
dote que le entregara la Madre Superiora, no sin antes darle consejos de cómo
vivir en una comunidad totalmente desconocida para ella.
El
tren le pareció muy bullicioso, era su primera experiencia con gente desconocida.
Al llegar a su destino la esperaba un auto de la estancia para trasladarla.
Un
hombre vestido con riguroso uniforme de chofer se acercó a ella y preguntó: “¿Señorita Dorotea Martín?” “Sí, soy yo, la
institutriz” contestó la joven. En ese momento se acercó al dúo un joven
que se veía tan desorientado como Dorotea. Y el chofer le preguntó con voz profesional:
“¿El señor amadeo Domínguez?”, a lo
que el recién llegado contestó: “Así es,
el futuro maestro de la escuela” e inmediatamente el chofer, con un gesto,
les solicitó: “Suban al auto por favor,
debo llevarlos a la estancia.”
Iban
en silencio, sólo se oía el monótono sonido del motor, por lo demás parecía que
la vida se había tomado un descanso tras tanto ajetreo. Los recibió un enorme
cartel de tronco donde se podía leer “Estancia Matilde” que les daba paso a un
sendero flanqueada de una larga arboleda que los condujo a la casa grande, como
llamaban al casco de la estancia.
Embelesada,
Teodora miraba todo: hombres sembrando, molinos de viento, gran variedad y
cantidad de animales y grandes tanques de agua. Todo era nuevo para ella.
Al
llegar se presentaron ante la familia y los chiquillos les rodearon sonrientes
y a posteriori fueron conducidos a las habitaciones que cada uno ocuparía;
Dorotea en una amplia y soleada habitación con grandes ventanas que
contrastaba, en su recuerdo, con la que había ocupado en el convento, mientras
Amadeo ocuparía un lugar en la escuelita que pronto abriría sus puertas a todos
los niños de los alrededores.
Trajeron
a la habitación de Dorotea su equipaje y le comunicaron antes de retirarse que
la señora de la casa quería hablar con ella. Salió atrás del sirviente y pronto
se encontró con la señora Lidia que la invitó que pasara a la sala y tomara
asiento.
“Bueno
–dijo la señora – ha de saber cuál es su
tarea en esta casa. Usted se ocupará de los niños en todo momento, su ropa, su
comida, sus horarios y sobre todo, de sus modales. Los niños necesitan límites
y usted los debe poner. Eso sí, no quiero disciplina militar sino una mano
fuerte y segura donde no falte la buena educación, la dulzura y el cariño. Debe
hacer de ellos niños modelo. Sus horas de descanso serán cuando ellos duerman o
estén en la escuela. Comerá usted con nosotros como si fuera familia. Las
monjas me han dado muy buenos informes acerca de su vida con ellas y espero
igual comportamiento en esta casa”
“Descuide, señora, no tendrá ningún
problema” – dijo la joven.
“La dejo en libertad para que
acomode sus cosas – agregó la patrona – espero le agrade su habitación. Cenamos a
las nueve en punto”
“Gracias señora
–susurró Dorotea – permiso”
Estaba
tan contenta que recién recordó su equipaje al llegar a su habitación. Comenzó
colgando sus pocos vestidos en el enorme ropero, en los cajones guardó su ropa
interior, y los zapatos en la mesa de luz y la cartera… ¡La cartera! “¿Dónde está la cartera? ¡Santo Dios!”
busca que te busca y la cartera marrón no apareció.
Y
en voz alta: “¿Qué pasó? ¿Qué hago, Dios
Mío? ¿Cómo expongo semejante problema recién llegada? ¿Qué pensará la gente?
Siento que me voy a desmayar”
Se
acerca la hora de la cena. Dorotea trata de serenarse, se arregla y decide
callar. Al día siguiente decidirá qué hacer.
En
el comedor la mesa estaba tendida con una impecable vajilla, en cualquier
ocasión gozaría con ello, pero en ese momento sentía un nudo en el estómago que
no le permitía ni sonreír. Sonó la campanilla y una diligente empleada se
dirigió a abrir y entró el maestro; Dorotea hizo un gran esfuerzo y sonrió.
“Oh, me alegro de verla
–dijo Amadeo – con usted quería hablar”
y ella, en un hilo de voz preguntó_ “¿Si?”
“¡Sí! ¿Por casualidad ésta cartera marrón no es suya? Llegó con mi equipaje y
es algo que yo no uso” y con una expresión de enorme consuelo ella exclamó:
“¡Ah señor Amadeo, no sabe usted el
alivio que siento, no sabía qué hacer cuando me di cuenta de la pérdida ¡Tuve
mucho miedo!
Y
ante atención de todos, el maestro prosiguió: “Por algo se llama Dorotea, ¿sabe lo que significa? Bienaventurada, que
posee el bien de Dios” y ella agregó: “También
su nombre tiene un significado espiritual, amor a Dios”
Ríen
ambos con gran alegría mientras la familia va ingresando y los niños se cuelgan
de sus brazos.
Sentados todos a la mesa, los dueños de casa preguntan
a los recién llegados si están bien ubicados y Dorotea contesta con una gran
sonrisa: “Les aseguro que es el mejor día
de mi vida”
Silvia
Vergano - 2015
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