Oficios.
Hay tantas memorias que vuelven a mí súbitamente en los
momentos menos esperados. Son recuerdos antiguos que se han enterrado en mi
memoria entre tantas experiencias nuevas. De vez en cuando, mi cerebro limpia y
los saca a flote para que no se pierdan en el olvido. La mayoría de las veces
me da alegría, es como desbloquear un recuerdo que siempre estuvo allí, sin
embargo a veces me da nostalgia.
Aquella vez fue un caso extraño. Volví a casa de mis padres
para pasar el verano. Al dejar el campus, el sol desprendía un calor
insoportable; pero en aquel pequeño pueblo a las afueras de la ciudad, llovía
en abundancia. El micro me dejó en la familiar parada y caminé pueblo adentro
bajo la lluvia por las calles de tierra, que ahora eran barro. El detonante del
recuerdo fue la puerta de cerca de madera astillada del terreno de enfrente al
de mis padres.
Era un domingo igual de lluvioso, y mis padres habían
recibido una llamada urgente de mi tía. De esas llamadas que los adultos no
mencionan a los niños y que traen consigo dejarlos al cuidado de alguien. Mi
única preocupación en el momento era hacer el cuestionario sobre el trabajo de
mis padres que me habían mandado de tarea de la escuela y para ello necesitaba
entrevistarlos.
Pero ellos habían subido al auto despidiéndose apuradamente
y me habían dejado con un paraguas frente a aquella blanca tranquera astillada.
Entonces desde adentro del frondoso jardín había aparecido Carlos, un hombre
que ya estaba en sus setenta y tantos años. Llevaba un largo tapado impermeable
que hacía parecer su espalda más ancha. Me había abierto la cerca y llevado
hasta la pequeña casa en medio de los árboles.
Carlos y Julia solían ser nuestros vecinos y ellos me
cuidaban ocasionalmente. Era más Carlos el que me cuidaba. Él se ponía a
trabajar en la galería trasera de la casa, donde tenía grandes fuentones,
cepillos y una pila de ollas y cacharros, y yo lo seguía de un lado a otro
haciéndole preguntas sobre esto y aquello. En cambio a Julia casi no la veía,
era una mujer alta con una cara muy angulosa y rasgos afilados. Permanecía
dentro de la casa y yo solo la veía salir a la hora del almuerzo. Lo que más me
conflictuaba era obtener una respuesta directa de ella a mis numerosas
preguntas.
Aquel día fue cuando entré por primera vez a esa casucha que
parecía incluso más pequeña desde adentro. Las paredes eran de ladrillo al
descubierto y el piso era un conjunto de baldosas color verdoso. En el centro
había un tablón sostenido por dos caballetes donde Carlos había regresado a su
tarea de cortar verduras en cubitos para la cena. Detrás de él se levantaba un
gran horno a leña acompañado de algunos estantes llenos de víveres.
En un rincón de aquel cuarto estaba Julia sentada en un
banquito de totora frente a un minúsculo escritorio. Sus largos dedos se
deslizaban rápidamente sobre el teclado de una ruidosa computadora portátil. A
su izquierda se levantaba sobre el piso una gran pila de papeles amarillos.
Finalmente, sentado en una silla al costado del tablón estaba el inquilino
leyendo un libro. Yo no entendía muy bien qué significaba inquilino, solo sabía
que todos los meses una persona llegaba a esa casa y eso me permitía hacer más
preguntas.
Pero en aquel momento no me habían importado el inquilino ni
las preguntas. Debía responder el cuestionario sobre mis padres. Carlos me
había arrimado un banquito al tablón y yo había desplegado sobre él mis hojas.
Pero no había podido responder nada de nada. Sabía que mi madre era psicóloga y
también que mi padre trabajaba en una empresa, sin embargo no comprendía qué
era lo que hacían. Estaba perdido.
Desde su rincón, Julia ejecutaba una tarea con gran
diligencia. Primero tomaba un papel de la pila y lo pinchaba en un tablero que
estaba colgado en la pared frente a ella. Luego movía los dedos apretando
teclas aquí y allá mientras su cabeza se dirigía desde la pantalla hacia el
tablero y desde el tablero a la pantalla.
Finalmente se detenía. Arrancaba el papel del tablero, lo
arrugaba y lo echaba a un cesto. Y volvía a tomar otro papel de la pila. Cuando
el cesto acumulaba mucho papel, Julia se paraba del asiento y energéticamente
lo vaciaba alimentando el horno de leña.
Yo había mirado al inquilino con gran curiosidad, era un
hombre flacucho y llevaba sobre su nariz unos lentes increíblemente grandes.
Leía un libro sin título, aparentemente concentrado. Me había devuelto la mirada
por encima del libro. Yo había mirado a Carlos y luego a mi tarea, y entonces
se me ocurrió.
-Carlos, -le había llamado-. ¿Cuál es tu trabajo?
Él había levantado la cabeza de la tabla de cortar y pensado
por un segundo.
-Lavar cacharros- había dicho con un dejo de orgullo.
-Ollas, paellas, vasijas, todo lo que se te ocurra.
Anotadas rápidamente esas palabras en mi hoja bajo el título
“Padre”, había leído la segunda pregunta “¿Qué hace en su trabajo?”. “Lavar
cacharros”, había escrito con un pizca de felicidad ya que era tan fácil. Pero
aun así sentía que me faltaba más.
-Julia,- dije mirando hacia el rincón.- ¿Cuál es tu
trabajo?-.
La mujer había despegado su vista de la computadora y girado
sobre el banquito para poder mirarme. Hasta el inquilino había levantado su
cabeza de libro, expectante.
-Mmm… Soy la única en el pueblo, de la cual todos saben, que
tiene una computadora- había respondido como si fuera totalmente entendible.
El inquilino había bajado su mirada de vuelta al libro,
insatisfecho. Al contrario de mí, que había escrito su respuesta bajo el título
de “Madre”, sin darle demasiadas vueltas.
-Y ¿qué haces en tu trabajo?-había preguntado a Julia que ya
se estaba girando de vuelta a la computadora.
-Pasar a digital el contenido de estos papeles- señaló la
pila de papeles amarillos.
Había escrito la respuesta antes de olvidarla. Por un
momento, había creído que la tarea estaba bien, pero a decir verdad se veía un
poco incompleta.
-¿Y tú qué haces?-le había dicho al inquilino.
Él me respondió con un acento indescifrable, mencionando
algo relacionado a viajar e insectos. “Viajero, caza insectos”, había escrito
debajo del título “Inquilino” y luego había guardado mis hojas de vuelta en la
mochila, dichoso de haber terminado al fin.
Lo siguiente que recuerdo es la cara de la profesora cuando
le entregué la composición. Mis padres se habían mudado al pueblo cuando yo
había nacido, pero habían insistido en que
asistiera a la primaria de la ciudad donde los trabajos “Lavador de
cacharros”, “Dueña de computadora” o “Viajero cazador de insectos” no eran muy
conocidos.
Carolina
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Muy bueno, muy creativo.
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