martes, 14 de septiembre de 2021

 

                                                                    Oficios.

Hay tantas memorias que vuelven a mí súbitamente en los momentos menos esperados. Son recuerdos antiguos que se han enterrado en mi memoria entre tantas experiencias nuevas. De vez en cuando, mi cerebro limpia y los saca a flote para que no se pierdan en el olvido. La mayoría de las veces me da alegría, es como desbloquear un recuerdo que siempre estuvo allí, sin embargo a veces me da nostalgia.

Aquella vez fue un caso extraño. Volví a casa de mis padres para pasar el verano. Al dejar el campus, el sol desprendía un calor insoportable; pero en aquel pequeño pueblo a las afueras de la ciudad, llovía en abundancia. El micro me dejó en la familiar parada y caminé pueblo adentro bajo la lluvia por las calles de tierra, que ahora eran barro. El detonante del recuerdo fue la puerta de cerca de madera astillada del terreno de enfrente al de mis padres.

Era un domingo igual de lluvioso, y mis padres habían recibido una llamada urgente de mi tía. De esas llamadas que los adultos no mencionan a los niños y que traen consigo dejarlos al cuidado de alguien. Mi única preocupación en el momento era hacer el cuestionario sobre el trabajo de mis padres que me habían mandado de tarea de la escuela y para ello necesitaba entrevistarlos.

Pero ellos habían subido al auto despidiéndose apuradamente y me habían dejado con un paraguas frente a aquella blanca tranquera astillada. Entonces desde adentro del frondoso jardín había aparecido Carlos, un hombre que ya estaba en sus setenta y tantos años. Llevaba un largo tapado impermeable que hacía parecer su espalda más ancha. Me había abierto la cerca y llevado hasta la pequeña casa en medio de los árboles.

Carlos y Julia solían ser nuestros vecinos y ellos me cuidaban ocasionalmente. Era más Carlos el que me cuidaba. Él se ponía a trabajar en la galería trasera de la casa, donde tenía grandes fuentones, cepillos y una pila de ollas y cacharros, y yo lo seguía de un lado a otro haciéndole preguntas sobre esto y aquello. En cambio a Julia casi no la veía, era una mujer alta con una cara muy angulosa y rasgos afilados. Permanecía dentro de la casa y yo solo la veía salir a la hora del almuerzo. Lo que más me conflictuaba era obtener una respuesta directa de ella a mis numerosas preguntas.

Aquel día fue cuando entré por primera vez a esa casucha que parecía incluso más pequeña desde adentro. Las paredes eran de ladrillo al descubierto y el piso era un conjunto de baldosas color verdoso. En el centro había un tablón sostenido por dos caballetes donde Carlos había regresado a su tarea de cortar verduras en cubitos para la cena. Detrás de él se levantaba un gran horno a leña acompañado de algunos estantes llenos de víveres.

En un rincón de aquel cuarto estaba Julia sentada en un banquito de totora frente a un minúsculo escritorio. Sus largos dedos se deslizaban rápidamente sobre el teclado de una ruidosa computadora portátil. A su izquierda se levantaba sobre el piso una gran pila de papeles amarillos. Finalmente, sentado en una silla al costado del tablón estaba el inquilino leyendo un libro. Yo no entendía muy bien qué significaba inquilino, solo sabía que todos los meses una persona llegaba a esa casa y eso me permitía hacer más preguntas.

Pero en aquel momento no me habían importado el inquilino ni las preguntas. Debía responder el cuestionario sobre mis padres. Carlos me había arrimado un banquito al tablón y yo había desplegado sobre él mis hojas. Pero no había podido responder nada de nada. Sabía que mi madre era psicóloga y también que mi padre trabajaba en una empresa, sin embargo no comprendía qué era lo que hacían. Estaba perdido.

Desde su rincón, Julia ejecutaba una tarea con gran diligencia. Primero tomaba un papel de la pila y lo pinchaba en un tablero que estaba colgado en la pared frente a ella. Luego movía los dedos apretando teclas aquí y allá mientras su cabeza se dirigía desde la pantalla hacia el tablero y desde el tablero a la pantalla.

Finalmente se detenía. Arrancaba el papel del tablero, lo arrugaba y lo echaba a un cesto. Y volvía a tomar otro papel de la pila. Cuando el cesto acumulaba mucho papel, Julia se paraba del asiento y energéticamente lo vaciaba alimentando el horno de leña.

Yo había mirado al inquilino con gran curiosidad, era un hombre flacucho y llevaba sobre su nariz unos lentes increíblemente grandes. Leía un libro sin título, aparentemente concentrado. Me había devuelto la mirada por encima del libro. Yo había mirado a Carlos y luego a mi tarea, y entonces se me ocurrió.

-Carlos, -le había llamado-. ¿Cuál es tu trabajo?

Él había levantado la cabeza de la tabla de cortar y pensado por un segundo.

-Lavar cacharros- había dicho con un dejo de orgullo. -Ollas, paellas, vasijas, todo lo que se te ocurra.

Anotadas rápidamente esas palabras en mi hoja bajo el título “Padre”, había leído la segunda pregunta “¿Qué hace en su trabajo?”. “Lavar cacharros”, había escrito con un pizca de felicidad ya que era tan fácil. Pero aun así sentía que me faltaba más.

-Julia,- dije mirando hacia el rincón.- ¿Cuál es tu trabajo?-.

La mujer había despegado su vista de la computadora y girado sobre el banquito para poder mirarme. Hasta el inquilino había levantado su cabeza de libro, expectante.

-Mmm… Soy la única en el pueblo, de la cual todos saben, que tiene una computadora- había respondido como si fuera totalmente entendible.

El inquilino había bajado su mirada de vuelta al libro, insatisfecho. Al contrario de mí, que había escrito su respuesta bajo el título de “Madre”, sin darle demasiadas vueltas.

-Y ¿qué haces en tu trabajo?-había preguntado a Julia que ya se estaba girando de vuelta a la computadora.

-Pasar a digital el contenido de estos papeles- señaló la pila de papeles amarillos.

Había escrito la respuesta antes de olvidarla. Por un momento, había creído que la tarea estaba bien, pero a decir verdad se veía un poco incompleta.

-¿Y tú qué haces?-le había dicho al inquilino.

Él me respondió con un acento indescifrable, mencionando algo relacionado a viajar e insectos. “Viajero, caza insectos”, había escrito debajo del título “Inquilino” y luego había guardado mis hojas de vuelta en la mochila, dichoso de haber terminado al fin.

Lo siguiente que recuerdo es la cara de la profesora cuando le entregué la composición. Mis padres se habían mudado al pueblo cuando yo había nacido, pero habían insistido en que  asistiera a la primaria de la ciudad donde los trabajos “Lavador de cacharros”, “Dueña de computadora” o “Viajero cazador de insectos” no eran muy conocidos.

 

Carolina Solsona - 2020

 

 

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