AZUL
Un azul infinito colma un callejón con escalinatas que
invitan a subirlas y recorrerlo como un museo. En lo alto, apenas se distingue
el cielo en armonía con los techos que asoman. Hacia el final, de tal vez una
primera parte del callejón que se ve desde la entrada, una ventana invita a
mirar y una escalera blanca, al lado de las escalinatas, puede servir para
escapar hacia, quizás, otro color.
Acepto la invitación y como si fuese el pasillo de un museo
lo camino admirando su variedad de plantas distribuidas por las paredes de
ambos lados.
Hacia el final y antes de la primer curva se observa: del
lado derecho una ventana que me llama a mirar a través de ella. Camino
acercándome, y antes de que me asomara, un gato saltó desde la misma. Mis
piernas titubearon. El gato se detuvo, me miró y maullaba desconfiando de mi
presencia. Dí dos pasos para acariciarlo y se mostró erizado. Lo dejé y me
volví hacia la ventana, pero antes de lograr ver a través de ella, el gato
volvió a saltar y sentarse, mientras movía su cola mirándome. Detrás de él sólo
había una pared pintada de rojo como algunas de las macetas colgadas.
Si mal no recuerdo conté cinco macetas hasta ahí, pero ni siquiera puedo recordar qué desayuné. Mientras, el gato seguía mirándome; a pesar de su recibimiento estiré mi mano para acariciarlo demostrándole mi confianza, al hacerlo mi mano se tiñó de azul. Consternado me miré y por segundos vi cómo empezaba a brillar, la metí en el bolsillo de mi campera y me di vuelta para salir de allí corriendo, pero la entrada no estaba, sólo había una pared derramada del mismo azul.
Desesperé, grité, dónde me había metido la maldita curiosidad. Me tapé la cara con las manos, dos segundos después me percaté que ya no brillaba mi mano. Escuché un maullido. El gato estaba a tres pasos de mí, se había quedado encerrado conmigo. ¡Maldito gato! Le grité con furia. Se fue hasta la ventana y no lo vi asomarse en todo el rato que yo intentaba pensar cómo carajos salir de ahí.
Marisel Gómez 2020
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