Calma
Verano. Contingente de turismo guiado. Me sentía saturada de
información. Estábamos en Córdoba, precisamente en Río Tercero, y la guía nos
había llevado por la zona agreste de la sierra.
En un pequeño arroyo se lucían los más bellos flamencos rosados
que yo había visto, aunque, a decir verdad, no he visto tantos flamencos en mi
vida, sólo los había visto una vez antes pero de plumaje blanco.
Siguiendo el arroyito vimos unos juncos que en sus tallos
lucían unos hermosos botones de color rosado, intenso y llamativo, que
inmediatamente asociamos con las aves, pero la guía dio por tierra nuestra
ilusión con una simple frase: “Son huevos de sapo”.
Y así siguió el paseo, descubriendo variedades de plantas
propias de la sierra, observando sus propiedades medicinales, o sus flores y sus
perfumes, que la guía describía al pasar.
El cansancio me iba invadiendo poco a poco, transformándose
lentamente en aburrimiento. Llegamos a un punto en el que el cauce de agua se
estrechaba, precipitándose en cascada hacia una parte más baja, siguiendo su
curso hacia el río.
Atardecía. El sol iluminaba la escena, y como si un mandato
oculto hubiera sido dado, todo el grupo hizo silencio. Busqué una piedra donde
sentarme, igual otras personas, las más jóvenes permanecieron de pie como en
éxtasis, contemplando ese tiempo-espacio presente, sagrado, en comunión con el
grupo y el entorno.
Cuando la luz del sol se extinguía partimos hacia el
vehículo que nos llevaría de vuelta, en silencio, en la armonía que nos brindó esa experiencia casi mística, compartida, guardada en nuestros corazones.
Dejé de ser observadora para ser parte del grupo, y el grupo
ya era parte de mí.
Asunción - 2020
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