Comedia
“ANTESALA
AL CIELO”
Así se llama la sala de velatorios de Rincón Alto, y está
ubicada en la Calle Antigua, en una vieja casona pintada con mucha solemnidad,
decorada con angelitos regordetes y blancos pilares que sostienen macetas con
plantas de interior, las que reciben más colillas de cigarrillos que los mismos
ceniceros dorados con pie de madera que hay junto a las puertas, pues quizás
mucha gente desconozca cuál es su función allí.
En la capilla ardiente, a corta distancia del ataúd, hay
cuatro sillas y una sola estaba ocupada en el momento que velaban a don Juan
Ríos. Se trataba de doña Elena Pérez, con la triste expresión que ameritaba la
circunstancia, cuando entró a la sala doña María García, que luego de llorar un
poco se sentó junto a ella y exclamó:
¡Era un hombre tan
bueno!
¿Pariente suyo?
–preguntó doña Elena.
Casi, era el suegro de
mi sobrino ¿Y usted?
¡Ah! ¡Usted es doña
María Pérez! ¡Claro! –dijo Elena y Agregó: Yo soy la vecina de la hija.
¡Ah, usted doña Elena
García!
Ambas mujeres hicieron silencio por un pequeño lapso de
tiempo, tras el cual doña María comentó para sí misma:
¡Criar tantos hijos
para morir abandonado!
Y…es que era medio
pícaro el viejo –comentó Elena bajando la voz.
¿Si? ¡No me diga! -María
agregó fingiendo sorpresa.
Vea doña María, parece
que la finada le descubrió que tenía una chinita por ahí con otros hijos…
La entrada a la sala de un hombre que fingió mirar al
muerto, persignándose, para salir rápidamente les hizo guardar respetuoso
silencio por un momento, para luego retomar el diálogo.
Y mire doña Elena, con
la plata que ha tenido en su vida ha muerto poco menos que en la miseria, y
según dicen porque le gustaba el juego.
Algo he oído doña
María, parece que perdió hasta le herencia de sus padres, por lo que los
hermanos no han querido saber nada con él, si llegaron hasta hacerle juicio
¡pero qué! Si todo se lo había jugado.
Como cuando trabajaba
en el hospital, que me dijeron que andaba vendiendo aspirinas a mitad de
precio… -aseveró Elena.
Y eso no es nada, a mí
me dijeron que en su casa tenía las sábanas con el sello del hospital –dijo
María, y agregó con disimulo ¡Pero mire,
doña Elena, mire quién llegó ahí!
¿Quién? ¿Esa?
Sí, esa que llora es
la mujer que tenía por el barrio de atrás de la estación –aseveró María.
Y Elena preguntó, con expresión ingenua ¿Y esos serán los hijos?
Los que tuvo con ésa,
pero parece que no es la única –respondió María, y agregó Yo me pregunto, doña Elena ¿Cómo haría para
mantenerlos a todos?
¡Ay, doña María! ¡Qué
los iba a mantener! ¡Si todas sus mujeres trabajaban!
¡Qué bien! ¡Sí que lo
supo hacer! ¿No le parece? –razonó María.
Ante la proximidad de los recién llegados hicieron
nuevamente silencio y los llantos lastimeros de los dolientes les hicieron
verter nuevas lágrimas a las buenas señoras.
Los hijos de la recién llegada hicieron salir a su
angustiada madre, y nuevamente quedaron solas con el muerto, y luego de un
corto silencio, doña Elena dijo con un suspiro:
No somos nada…
A lo que doña María agregó:
¡Era un hombre tan
bueno el finado! ¡Pobrecito!
Marta
- 2002
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