lunes, 9 de septiembre de 2024

 

Fábula

 

 

El cerezo de Don Cirilo

 

En una lejana aldea de montaña, un solitario anciano llamado Cirilo vivía en su modesta casa de adobe con un terrenito al fondo, colindante con su vecino Jeremías.

Don Cirilo amaba a ese pequeño jardín y especialmente a su único árbol, un importante cerezo que se erguía muy cerca de la medianera.

El hombre, ya bastante entrado en años tenía dificultades para ocuparse de sus plantas, pero al árbol no lo descuidaba nunca. Lo regaba todas las tardes, con especial dedicación, como si fuera su única posición, en este mundo.

El cerezo le retribuía tanto amor, dando una gran cantidad de enormes, rojos y deliciosos frutos, que nunca compartía con nadie. Todos conocían lo mezquino que era.

La pequeña hija de Jeremías, Celeste, era una niña muy alegre, algo traviesa y bastante intrépida. Y se le hacía agua la boca, viendo desde su ventana, las apetitosas cerezas en la copa del árbol. Para ella era imposible resistirse a semejante tentación.

Todas las tardes, mientras Don Cirilo dormía la siesta, se trepaba a la medianera y con solo estirar su bracito lograba arrancar unas cuantas, que comía hasta hartarse y otras más que se echaba al bolsillo.

A veces, el viejo gruñón la alcanzaba a ver mientras escapaba. Y furioso le gritaba unos cuantos improperios. La niña, temblando de miedo, se bajaba lo más rápido posible de la medianera, cuidando su tesoro, ganándose unos raspones.

A pesar de los retos de su madre, se daba tremendos atracones que terminaban en tremendo dolor de panza.

Ante estos hechos, Don Cirilo decidió dormir la siesta en una reposera, bajo la sombra de su amado árbol, vigilando para evitar la cosecha clandestina.

Celeste, que no pensaba renunciar a su travesura, cambió de planes. Esperó que cayera la tarde y cuando ya estaba oscureciendo se trepó a la pared comenzó a llenar sus bolsillos ya muy estirados de tanta carga.

Estaba muy oscuro. Sin poder distinguir la saliente, donde siempre apoyaba el pie para poder bajar, resbaló. A caer dio con la nuca contra el borde de una gran maceta que había en su patio, Y allí quedó tendida, inconsciente.

La llevaron al hospital, a terapia intensiva. Estuvo agonizando dos días. Finalmente falleció, a pesar de las oraciones de todos los pobladores y de los ruegos de sus desesperados padres.

Una gran nube obscura cubrió el cielo de la aldea, por varios días.

Nadie reía, nadie cantaba, nadie jugaba. La tristeza se entrometió en todas las casas.

Con dolor y un enorme sentimiento de culpa, Don Cirilo, arrepentido de haber sido tan mezquino con Celeste, su encantadora y traviesa vecinita. Sentado junto al cerezo, se pasaba llorando durante días, semanas, meses, hasta que se le secaron los ojos.

Llegó la primavera al año siguiente. Como siempre el árbol floreció, generosamente. Después de unas semanas, fueran cayendo las pequeñas flores, de color rosa pálido, dejando un aterciopelado tapiz a su alrededor. Pero los frutos no aparecieron.

El cerezo de Don Cirilo, nunca más dio las apetitosas frutas tan apetecidas. Todos los vecinos sabían, muy bien, porqué.

Cuando se cumplió el primer aniversario de la muerte de Celeste, apareció una bellísima mariposa, de color celeste, revoloteando entre las ramas del árbol. Y luego se posó sobre el hombro del anciano, quién no dejaba de suspirar junto a la medianera.

Él sabía que era Celeste que venía a consolarlo. Su mensaje era, que ya podría descansar en paz.

Nela Bodoc - 2024



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