LAS CIUDADES INVISIBLES
LA ISLA DEL SILENCIO
Parte II
Desperté ante el suave sonido que producía una pequeña culebra al deslizarse sobre la roca, en primer momento no supe donde me hallaba, pero unos minutos bastaron para recordar todo, así que hice una oración pidiendo a Dios que me ayudara a no entrar en pánico y salí de mi escondite encandilándome con el sol radiante de la mañana. Afuera el desierto retomaba su ritmo como si nada hubiera sucedido, pero yo tenía la ropa hecha jirones y la piel que había quedado expuesta estaba totalmente erosionada y comenzaba arder bastante mientras mi hombro dolía terriblemente ante el más leve movimiento, a lo que hay que sumarle el hambre y la sed que me urgían a buscar comida y agua, pero ¿dónde estarían mis provisiones? Posiblemente bajo varios centímetros de arena y totalmente oculta a mis ojos.
Caminé un buen rato sin alejarme demasiado hasta sentir los efectos del sol sobre mi cabeza y la falta de agua de mi organismo, así que volví al refugio de la noche anterior y me senté sobre la piedra recostando mi espalda sobre la pared rocosa. Cerré los ojos. De pronto mi olfato percibió un inconfundible olor a chocolate caliente que me hizo abrirlos rápidamente para ver solo desolación ante mí, “Estoy comenzando a alucinar”, pensé. Descubrí que percibía el olor más fácilmente si volteaba la cabeza hacia la izquierda, así que la mantuve en esa posición hasta que mis ojos comenzaron a ver algo que no había visto hasta entonces: una estrecha abertura en la roca. Con gran esfuerzo me introduje por allí y conforme avanzaba por el estrecho pasadizo éste descendía en un plano inclinado y el olor a chocolate se hacía más intenso. Pasadas más o menos dos horas llegué al otro lado del pasadizo y ante mí se extendía una especie de llanura cubierta de vegetales multicolores que nunca había visto ni imaginado en el más alocado de mis sueños y de dónde provenía el olor a chocolate. Había plantas semejantes a helechos, de hojas violetas y flores naranja, hojas verdes con manchas púrpura o azules con bordes dorados, también árboles de copas blancas y troncos azules, una especie de selva con tantas variantes de colores imposibles para mi mente que olvidé totalmente el hambre, el dolor y mi miedo.
Vagué algún tiempo sin poder creer lo que veía ni atreverme a tocar las flores y los frutos que me rodeaban de los que emanaban perfumes increíbles, cuando pasó ante mí un perro ladrando furiosamente aunque no pude oírlo, cubierto de escamas nacaradas con reflejos de colores en lugar de pelo, lo que lo hacía parecer un juguete con vida. Ante el alerta que diera el animal aparecieron dos seres muy extraños, de alta talla, delgados y de cabellos y ojos amarillos, mientras que su piel era totalmente blanca. No sé si fue la impresión sumada al hambre y la deshidratación que me desmayé nuevamente.
Recuperé lentamente los sentidos y desperté en una penumbra que apenas me permitía vislumbrar algunas siluetas de lo que presumí eran personas, y una de ellas se aproximó a mí. Yo me encontraba en una especie de cama de suavidad increíble, de tejidos tan sutiles que casi no los percibía. El perfume reinante no se asemejaba a ninguno que hubiera experimentado y el silencio era aún mayor que el percibido en el desierto. De pronto una voz vibró dentro de mí, y lo digo porque ningún sonido audible rompió el silencio, preguntándome: “¿Se siente mejor?” – con lo que caí en la cuenta que no sentía el dolor del hombro dislocado ni el escozor de la piel erosionada, tampoco hambre ni sed.
“Sí” – contesté, aunque no pude oír mi propia voz.
“Solo le hemos puesto un calmante” – me dijo, y agregó – “la llevaremos al botánico para curarla en cuanto tenga más fuerzas”, y haciendo un gesto con la mano mientras salía de la sala produjo una música indescriptible, que nacía dentro de mis oídos.
No entendí nada, ¿había dicho al botánico? pero daba lo mismo, me había abandonado a lo que creí eran mis alucinaciones, sintiéndome tan bien que no deseaba despertar y me dediqué a percibir todo lo que estaba “dentro” de mis sentidos, que parecían ser más de cinco. Pensé en mis pulmones, ¿se habrían llenado de arena? Y pude ver mis pulmones por dentro, me detuve tratando de no entrar en pánico, luego, temerosamente pensé en mi corazón, y su imagen irrumpió como un río desbocado dentro de mi cerebro, con sus imágenes y sonidos me daban la misma sensación que había experimentado cuando vi por primera vez las Cataratas del Iguazú. Traté de calmarme, de que el pánico no tomara el comando. Respiré lo más profundamente que pude, con ritmo, hasta que fui retomando el control, y sin quererlo me dormí.
Desperté cuando una suave voz me susurraba: “No se asuste, la vamos a llevar al botánico para curarla”
Sonreí pensando en que había sido tanta la tensión durante la preparación de mi tesis que la palabra “botánica” me perseguía, pero en eso me llegó la aclaración del mismo modo telepático que había experimentado anteriormente - “Es que tenemos una farmacia viva, la aplicamos en el lugar sin dañar a las plantas”- lo que me agradó mucho más llenándome de gozo.
Me trasladaron en lo que podría llamarse una camilla voladora, ya que no tenía contacto alguno con el piso, a través de largos pasillos de paredes muy simples construidas de cristales que dividían la luz del sol en bellos arcoiris, y según se me informó, acumulaban dicha luz para las horas nocturnas. Cruzamos en nuestro recorrido a más personas que pasaban con gestos de simpatía a nuestro lado y dentro de mí percibía que cada uno, como dicen los jóvenes, me “tiraba buena onda”.
Ingresamos a una gran sala muy semejante a un invernadero, llena de arbustos color rosa, que tenían bajo sus ramas unas crisálidas enormes donde imaginé saldrían unas mariposas como avionetas, pero mi guía me explicó: “Son los por nacer”. Pegué tal respingo que volví a percibir de golpe las sensaciones aletargadas, mi hombro me dolía horriblemente y mis excoriaciones ardían como si tuviese un soplete encendido sobre la piel. “Debe calmarse – dijo mi guía- ha salido del calmante muy rápido, su mente se ha desconectado repentinamente del medicamento”
Llegamos a una zona donde la
vegetación era totalmente marrón claro, como ramos gigantes de coliflor, de los
que emanaba un perfume agrio que irritaba los ojos y me obligaba a cerrarlos.
Allí nos detuvimos bajo una planta y mi acompañante tomó con energía un tallo,
pero sin dañarlo, acercándolo a mi hombro, y éste se asentó sobre mi cuerpo
como un cobertor, transmitiéndome una vibración que se me ocurrió semejante a
un gran imán, y lentamente, entré en un profundo sueño. Desperté cuando
supuestamente afuera era de noche, pues la luz no pasaba a través de los
cristales sino que provenía de ellos. “¿Cómo se siente?” me preguntó el ser que me asistía. “Bien - contesté, y por primera vez se me ocurrió
preguntar - ¿Cómo te llamas?” “Urizem, ¿y usted?” “Beatriz - contesté, y volví a preguntar - ¿eres hombre
o mujer?” Percibía dentro de mí el rápido movimiento de ideas de mi
interlocutor, tratando de situarse en el contexto de mi pregunta, y respondió
“Solo somos seres, todos iguales, sin diferencias” Callé ante la imposibilidad
de procesar tal información.
Pasamos luego a otra zona donde la
vegetación era de un suave color turquesa, con brillos pequeños que titilaban
entre las hojas como gotas de rocío. Urizem colocó la camilla bajo un árbol que
bajó sus hojas semejantes a las algas fibrosas que crecen en algunas costas
hasta cubrirme como un manto. Quedé mucho tiempo en silencio, el más hermoso
silencio que alguna vez vivencié. Mi piel recobró su color y suavidad
original, tras lo cual mi acompañante
agradeció al árbol y regresamos a la
sala de la que habíamos partido. Y allí, cuidadosamente doblada estaba mi ropa
de campo, tan íntegra como el día que la estrené, y recién caí en la cuenta que
estaba vestida con una túnica de tenue tela blanca, así que mi acompañante me
dejó sola para que me vistiera. Todo era armonía y respeto, y yo estaba feliz.
Asunción Ibáñez - 2013
Continuará. La parte I se publicó el 18/12/24
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