HISTORIAS CON INFANCIA
En mis últimas vacaciones pensé varias veces qué sería lo
primero que escribiría al recomenzar el taller.
Sin embargo, la imaginación estuvo escasa por mi casa ¡No
logré concretar una idea!
Mente invadida de ideas saltarinas imposibles de cazar,
calmar u ordenar.
Diciembre tuvo la vorágine que trae los últimos días de
trabajo con las emociones a flor de piel de las fiestas, de la familia, de los
conflictos no resueltos, de ser anfitriona en los eventos familiares y del
abrazo a mi misma. Eterno.
Enero, en cambio, resultó ser muy corto, alcanzando apenas
para cumplir con algunos pendientes.
Mientras ordenaba la “casa grande” de mis abuelos, en un
golpe de suerte y destino, encontré unos manuscritos de mamá, inéditos para mí.
Dormían detenidos en el tiempo rodeados de muchos papeles, los que por su sola
presencia invitaban a ser escritos.
Decidí guardarlos a todos, con el cariño y cuidado que los
tesoros descubiertos merecen, tal vez, para el año creativo.
Admito que imaginé, allí sí imaginé.
Las ideas bombardearon con historias diferentes una mente
descansada. Con una casa impregnada de emociones, de historias, de comienzos,
de finales y muchas aventuras grabadas en el imaginario de una niña que solo
quería soñar despierta; no fue difícil despertar la creatividad de la mujer que
hoy ordena años de rastros.
Descansé un momento sentada junto a la mesa, frente al
ventanal iluminado de la casona familiar. Observé el deterioro de los años, que
no perdonan el descuido pero que mantienen intacta la magia de las historias.
Con un lápiz en mi diestra y un colín sosteniendo el pelo
rebelde me dispuse a plasmar las aventuras que fluían sin cesar.
La primera, en un barco atravesando el Atlántico, llevando
en su interior a mis bisabuelos, con sus escasas pertenencias deseando ver el
horizonte prometido. El miedo, la ansiedad, mucha humildad y amigos oportunos
de viaje.
Una nueva de vaqueros llega corriendo por el patio grande de
tierra. Como esos que se veían en el televisor del comedor, vestidos de blanco
y negro riguroso y algunos matices de grises. Salían de la pantalla y se
escapaban en una persecución que terminaba en abrazo de asado dominguero. Más
tarde se escondían entre los árboles: los pinos, el viejo y gran roble.
Los manzanos añorados eran testigos de la inocencia sobre
las consecuencias de una lucha, en mis recuerdos de niña. Por eso la
persecución termina en un encuentro con la media tarde servida, cerca del horno
de barro, y panes tibios con mermeladas caseras.
Me detengo. Algo distrae mi atención. Allí están las siluetas
etéreas de mi Meme, Tata, Teté y mamá, atravesando los muros y los tiempos con
una calidez inigualable y una calma de amor sin fin. Creo que ellos también
sonríen en el cielo donde están, navegando entre las plantas y los patios de la
infancia que atesoro.
Esto necesito decirles. Esto quiero contarles.
Estela Iris Gonzalez
Marzo 2025
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