Fábula
El cerezo de
Don Cirilo
En una lejana aldea de montaña, un solitario anciano llamado
Cirilo vivía en su modesta casa de adobe con un terrenito al fondo, colindante
con su vecino Jeremías.
Don Cirilo amaba a ese pequeño jardín y especialmente a su
único árbol, un importante cerezo que se erguía muy cerca de la medianera.
El hombre, ya bastante entrado en años tenía dificultades
para ocuparse de sus plantas, pero al árbol no lo descuidaba nunca. Lo regaba
todas las tardes, con especial dedicación, como si fuera su única posición, en
este mundo.
El cerezo le retribuía tanto amor, dando una gran cantidad
de enormes, rojos y deliciosos frutos, que nunca compartía con nadie. Todos
conocían lo mezquino que era.
La pequeña hija de Jeremías, Celeste, era una niña muy
alegre, algo traviesa y bastante intrépida. Y se le hacía agua la boca, viendo
desde su ventana, las apetitosas cerezas en la copa del árbol. Para ella era
imposible resistirse a semejante tentación.
Todas las tardes, mientras Don Cirilo dormía la siesta, se
trepaba a la medianera y con solo estirar su bracito lograba arrancar unas
cuantas, que comía hasta hartarse y otras más que se echaba al bolsillo.
A veces, el viejo gruñón la alcanzaba a ver mientras
escapaba. Y furioso le gritaba unos cuantos improperios. La niña, temblando de
miedo, se bajaba lo más rápido posible de la medianera, cuidando su tesoro,
ganándose unos raspones.
A pesar de los retos de su madre, se daba tremendos
atracones que terminaban en tremendo dolor de panza.
Ante estos hechos, Don Cirilo decidió dormir la siesta en
una reposera, bajo la sombra de su amado árbol, vigilando para evitar la
cosecha clandestina.
Celeste, que no pensaba renunciar a su travesura, cambió de
planes. Esperó que cayera la tarde y cuando ya estaba oscureciendo se trepó a
la pared comenzó a llenar sus bolsillos ya muy estirados de tanta carga.
Estaba muy oscuro. Sin poder distinguir la saliente, donde
siempre apoyaba el pie para poder bajar, resbaló. A caer dio con la nuca contra
el borde de una gran maceta que había en su patio, Y allí quedó tendida,
inconsciente.
La llevaron al hospital, a terapia intensiva. Estuvo
agonizando dos días. Finalmente falleció, a pesar de las oraciones de todos los
pobladores y de los ruegos de sus desesperados padres.
Una gran nube obscura cubrió el cielo de la aldea, por
varios días.
Nadie reía, nadie cantaba, nadie jugaba. La tristeza se
entrometió en todas las casas.
Con dolor y un enorme sentimiento de culpa, Don Cirilo,
arrepentido de haber sido tan mezquino con Celeste, su encantadora y traviesa
vecinita. Sentado junto al cerezo, se pasaba llorando durante días, semanas,
meses, hasta que se le secaron los ojos.
Llegó la primavera al año siguiente. Como siempre el árbol
floreció, generosamente. Después de unas semanas, fueran cayendo las pequeñas
flores, de color rosa pálido, dejando un aterciopelado tapiz a su alrededor.
Pero los frutos no aparecieron.
El cerezo de Don Cirilo, nunca más dio las hermosas frutas
tan apetecidas. Todos los vecinos sabían, muy bien, porqué.
Cuando se cumplió el primer aniversario de la muerte de
Celeste, apareció una bellísima mariposa, de color celeste, revoloteando entre
las ramas del árbol. Y luego se posó sobre el hombro del anciano, quién no
dejaba de suspirar junto a la medianera.
Él sabía que era Celeste que venía a consolarlo. Su mensaje
era, que ya podría descansar en paz.
Nela Bodoc - 2024